Sin embargo, para desazón de la presidenta Dilma Rousseff que preveía que, al estimular el fervor popular, el torneo la ayudaría, muchos brasileños han llegado a la conclusión de que se trata de un espectáculo absurdamente costoso y que el gobierno debería gastar el dinero aportado por los contribuyentes en mejorar los servicios públicos.

En los días últimos, han proliferado las protestas callejeras contra la Copa que, además de obligar al gobierno a invertir muchísimo dinero en construir o ampliar estadios y otras instalaciones, ha hecho subir los precios de bienes esenciales en lugares que están preparándose para recibir un aluvión de turistas. Y, para hacer aún más preocupante la situación que se ha creado, no hay garantía alguna de que se completen antes de junio todas las obras previstas, lo que hace temer que el Mundial, que supuestamente serviría para confirmar la transformación de Brasil en una potencia internacional, termine desprestigiándolo al llamar la atención a deficiencias propias del atraso.

Como los Juegos Olímpicos, que Brasil organizará en 2016, la Copa del Mundo de fútbol exige inversiones de miles de millones de dólares, sobre todo en países que carecen de la infraestructura deportiva y turística considerada necesaria. Por lo común, dejan pérdidas y deudas onerosas, pero así y todo muchos gobiernos quieren enfrentarlas; arguyen que en adelante la población podrá aprovechar lo construido y el país se verá beneficiado por la imagen que logre proyectar. También apuestan a que el desempeño de los atletas locales tenga un impacto positivo en la moral popular, como sucedió en China y el Reino Unido a raíz de los Juegos Olímpicos más recientes. Con todo, aunque un eventual triunfo brasileño en el Mundial ayudara al gobierno de Dilma, los críticos podrían señalar que era ridículo gastar tanto a cambio de un breve momento de euforia nacionalista.

Si bien los contrarios a que Brasil se encargue de los costos del Mundial de fútbol y de los Juegos Olímpicos han hecho del gobierno el blanco principal de sus protestas, también tienen en la mira la FIFA y el Comité Olímpico Internacional, organizaciones que insisten en que todos los países anfitriones respeten normas apropiadas para los más ricos. Mientras que para los norteamericanos, europeos, australianos y japoneses es relativamente fácil conformar a la FIFA y el COI, no lo es en absoluto para los demás, a menos que, como los chinos, sean autoritarios que manejen una cantidad muy grande de recursos financieros. A pesar del progreso registrado antes de entrar en una fase de estancamiento, Brasil sigue siendo un país pobre y, huelga decirlo, no es una dictadura, pero así y todo el gobierno creyó que, por una cuestión de orgullo nacional, la ciudadanía festejaría una oportunidad para mostrar al mundo que su país estaba en condiciones de emular a los más avanzados.

Parecería que se equivocó, ya que, con un grado de madurez sorprendente, son muchos los que no comparten las prioridades oficiales; preferirían esperar hasta que su país haya solucionado una multitud de problemas más básicos antes de comprometerse con un proyecto tan faraónico como los supuestos por eventos deportivos extraordinariamente costosos.

Para la FIFA y el COI, la reacción de quienes están celebrando marchas callejeras en decenas de ciudades brasileñas para protestar contra el Mundial es una advertencia que ya habrán tomado en serio. Por mucho que quieran subrayar sus credenciales internacionales y multiculturales, en adelante tendrán que optar entre permitir que países ricos o, por lo menos, autoritarios, que ya poseen buena parte de la infraestructura precisa, monopolicen los acontecimientos deportivos más importantes, por un lado y, por el otro, encontrar el modo de financiar los gastos de países en que el ingreso per cápita es llamativamente inferior y en que, para extrañeza de políticos obsesionados por la imagen nacional, muchos ciudadanos están más interesados en asegurarse el pan que necesitan que en el circo.